Harkness_666
Son cuatro
Después de indagar sobre Agnes Varda he ido a parar a su marido, otro cineasta importante y no tan conocido como los grandes popes de la nouvelle vague, destacable por su personal visión del cine musical: Los paraguas de Cherburgo (conocido por ser un musical 100%, sin una línea de diálogo hablado), Las señoritas de Rochefort, son los títulos que más me suenan. Por lo pronto me he estrenado con su primer largo, Lola.
El debut de Demy es significativo de la deuda de la nouvelle vague con el cine clásico americano; una película levantada sobre el artificio, de marcada cinefilia, con una narración dispersa que engloba coralmente varias historias paralelas con sus punto de conexión (la dedicatoria a Max Ophuls no es gratuita), con la Lola del título como centro y a la vez como una más. Lola (Anouk Aimée) es una cabaretera que se dedica a lo que todos nos imaginamos, aún así, sigue manteniendo una creencia ingenua en el amor auténtico, en que su marido emigrado a América regresará algún día. La idea de América está muy presente, como una especie de mundo ideal y anhelado; Nantes, el lugar de la acción, lo mismo es una aburrida ciudad portuaria donde no ocurre nada, de marineritos en busca de amor mercenario, y a la vez una puerta abierta al exterior, una oportunidad para cambiar de vida (hay una importancia del viaje y de lo transitorio, todos quieren huir, o tienen que marcharse, o lo han hecho en algún momento de sus vidas). Azarosa la trama, construida en torno a casualidades y encuentros fortuitos, con unos reencuentros semejantes a un milagro, un golpe del destino, con gente que pasa rozándose sin saberlo.
La cámara recoge el entorno con amplios planos en scope y un rotundo blanco y negro que proporciona un elegante toque visual, acompañándose musicalmente de Bach y de Beethoven (con su solemne séptima sinfonía). Se tira de fetichismo y del tópico para la caracterización; el rollo gángster del marido (que recuerda a Melville), el cabaret que evoca a El ángel azul de Sternberg, los marineros de Un dia en Nueva York… a modo de rupturas, un único número musical y una secuencia en un parque de atracciones, de vivo montaje y cámara lenta con la que plasmar el tema principal y obsesivo: el primer amor, su búsqueda como lo que da sentido (o poco menos) a la existencia… y su contrapartida, el desamor. Cine romántico a tope que muestra las dos caras de la moneda, en un final tan feliz para unos como tristón para otros, que recuerda a ese tratado sobre el pagafantismo masculino que es Las noches blancas de Dostoievski. Que no falten unos significativos paralelismos entre los personajes, de distintas edades y condiciones (como la niña, trasunto de la mujer adulta), la sensación de que las historias se repiten en el tiempo, de cierta circularidad… en un desarrollo tan vago como bien construido.

El debut de Demy es significativo de la deuda de la nouvelle vague con el cine clásico americano; una película levantada sobre el artificio, de marcada cinefilia, con una narración dispersa que engloba coralmente varias historias paralelas con sus punto de conexión (la dedicatoria a Max Ophuls no es gratuita), con la Lola del título como centro y a la vez como una más. Lola (Anouk Aimée) es una cabaretera que se dedica a lo que todos nos imaginamos, aún así, sigue manteniendo una creencia ingenua en el amor auténtico, en que su marido emigrado a América regresará algún día. La idea de América está muy presente, como una especie de mundo ideal y anhelado; Nantes, el lugar de la acción, lo mismo es una aburrida ciudad portuaria donde no ocurre nada, de marineritos en busca de amor mercenario, y a la vez una puerta abierta al exterior, una oportunidad para cambiar de vida (hay una importancia del viaje y de lo transitorio, todos quieren huir, o tienen que marcharse, o lo han hecho en algún momento de sus vidas). Azarosa la trama, construida en torno a casualidades y encuentros fortuitos, con unos reencuentros semejantes a un milagro, un golpe del destino, con gente que pasa rozándose sin saberlo.
La cámara recoge el entorno con amplios planos en scope y un rotundo blanco y negro que proporciona un elegante toque visual, acompañándose musicalmente de Bach y de Beethoven (con su solemne séptima sinfonía). Se tira de fetichismo y del tópico para la caracterización; el rollo gángster del marido (que recuerda a Melville), el cabaret que evoca a El ángel azul de Sternberg, los marineros de Un dia en Nueva York… a modo de rupturas, un único número musical y una secuencia en un parque de atracciones, de vivo montaje y cámara lenta con la que plasmar el tema principal y obsesivo: el primer amor, su búsqueda como lo que da sentido (o poco menos) a la existencia… y su contrapartida, el desamor. Cine romántico a tope que muestra las dos caras de la moneda, en un final tan feliz para unos como tristón para otros, que recuerda a ese tratado sobre el pagafantismo masculino que es Las noches blancas de Dostoievski. Que no falten unos significativos paralelismos entre los personajes, de distintas edades y condiciones (como la niña, trasunto de la mujer adulta), la sensación de que las historias se repiten en el tiempo, de cierta circularidad… en un desarrollo tan vago como bien construido.
