La inflexibilidad alemana, su concentración en una política unilateral de austeridad que incrementa las deudas e impide todo crecimiento, no es racional. Obedece a una mezcla de mentalidad obtusa, dogmatismo monetarista y creencia que la crisis es algo ajeno a la nación virtuosa. La recesión europea que esa medicina está propiciando, acabara afectando a la propia Alemania, donde las previsiones de crecimiento para el 2012 ya se han rebajado a un 0,8%. Fue esa corrección de previsiones la que en septiembre convenció a Merkel de que había que hacer algo en Europa.
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"Debemos crear, poco a poco, una unión política", dice Merkel, mientras a su lado se escuchan declaraciones tan jactanciosas como las del presidente del grupo parlamentario de la CDU, el partido de Merkel: "ahora en Europa se habla alemán". Esta es la misión imposible de la hija de un pastor protestante de Alemania del Este, sicológicamente muy diferente de sus predecesores en el cargo. Helmuth Kohl y Gerhardt Schröder, los dos cancilleres de la postreunificación, conocieron una Alemania aun no plenamente emancipada de las hipotecas de su última derrota bélica. Para ellos la lenta y laboriosa construcción de una Unión Europea fue experiencia biográfica. Ahora estamos ante una mentalidad nueva y diferente que conduce a la disolución.
En el contexto de la previsible recesión en Europa y del enfriamiento de la coyuntura global en 2012, esa nueva mentalidad va a estimular una rebelión de los pueblos europeos. Las decisiones erradas de instituciones foráneas y no electas que degradan la vida social, generarán una fuerte reacción nacionalista y de defensa de la soberanía de los pueblos, lo que sólo puede concluir en desintegración. Como en el caso de la Unión Soviética, tal desintegración está generando "su propia lógica" en Europa, en una espiral mucho más rápida de lo que pueda pensarse, dice Ulrike Guerot, del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores.
En la Europa de 1848, la "primavera de los pueblos" tumbó el orden de la restauración absolutista. Ahora, la sensación de estar viviendo en un orden absolutista, en el que una ínfima minoría acapara el grueso del poder, la riqueza y los privilegios, mientras conduce al resto al desastre, ya está en la calle. Esa sensación se está haciendo cada vez más viva en la Europa de hoy.