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Hasta los más rígidos practicantes de la politique des auteurs han conseguido espantarle sus posibles espectadores, lo mismo tachándola de rutinaria e impersonal que arguyendo, una vez más, que su autor se repite. Atribuyéndole intenciones nada probables, han llegado a decir que se autoparodia, olvidando que «el barroco es aquel estilo que deliberadamente agota (o quiere agotar) sus posibilidades y que linda con su propia caricatura», como dijo Borges en el prólogo a la edición de 1954 de su Historia Universal de la Infamia, libro en el que tendría cabida, como tantas de Fuller, esta película de Peckinpah; y es que esos argumentos tienden a contribuir al rechazo de una obra demasiado heterodoxa, incómoda e inoportuna, que tiene la osadía de no ser «artística», ni «seria», ni «consciente» y de ni siquiera —el colmo de la desvergüenza— estar «bien hecha», pese a que Peckinpah ha demostrado con creces y repetidamente su savoir faire. Tamaña desfachatez, sea perversión o afán de provocar, había de ser castigada: fracaso comercial, peroratas moralizantes a derecha e izquierda, escándalo… Pero desde aquí escucho todavía las carcajadas sardónicas de Samuel David, tan poco interesado porque le crean un aplicado funcionario como porque le confundan con el exquisito Stanley (IBM) Kubrick, el taxidermista A. V. McLaglen, el trascendental Frank Perry, el sutil Mike Nichols y otros coquetos burócratas de Hollywood o Pinewood