Conocí a Shakespeare en el año, veamos... si. El año 1598, en uno de mis largos viajes por Italia. Lo reconocí por otro encuentro que tuvimos en Inglaterra algunos años antes, y apenas había cambiado nada desde entonces. La verdad es que me sorprendió volver ver a Christopher Marlowe vivo y coleando, teniendo en cuenta su fatídica muerta seis años antes en una taberna, escoltado hacia el navio de Caronte por sus amigos; en todo caso, nuestro saludo fue afectuoso, y se mostró muy agradecido cuando le comenté lo mucho que me gsutaba su obra. Al partir, me conminó a callar la verdad sobre su defunción prematura, y yo le di mi palabra de que así lo haría, deseando, quizás con algo de egoismo, que aquel gran hombre continuara iluminando las letars con su genio.
No esperaba volver a verle, pero tuve la extraordinaria suerte de que nuestros destinos volvieran a cruzarse en el año 1601 ¡y que afortunado encuentro en aquella taberna entre aquel hombre de genio y un humilde servidor! Edward de Vere me saludó como a un viejo amigo, y auqnue casi lemencioné por descuido nuestro encuentro en italia, mi buen olfato y mi instinto de sabueso me aconsejarón que, ya que era evidente el hecho de que aquel gran hombre viajaba de incógnito, sería arriesgado mencionar su pasado, pues oidos enemigos podían hallarse al acechó. Bebimos y charlamos toda la noche, y pretendí, entonces yo pensaba que con ingenio y astuta medida, sonsacarle el argumento de su próxima obra, pero el muy ladino demostró ser mucho más listo que yo, y viendome venir, se disculpó aduciendo que aún no tenía aún nada específico palnificado, pero pude reconocer por el brillo de sus ojos vivos que mentía; no insistí. ¡Abrí mis brazos a la incertidumbre y la sorpresa! Al marchar, nos apretamos las manos con sincero afecto, y al marchar, me sentí orgulloso de haber podido compartir mesa y bebida con William Shakespaere, uno de los hombres más grandes que han existido jamás.
Imaginen mi sorpresa cuando, un par de días más tarde, me lo encontré en un prostibulo de Londres ¡un lupanar de lo más selecto en enfermedades de Venus, pero lleno de mozas como no habialas visto desde mis encuentros con muy solitarias molineras, abandonadas en favor de lejanas guerras por maridos poco agradecidos, y no muy inteligentes, pues ¿qué hombre de buena sesera dejaría a la sublime Afrodita por el basto y rudo Marte, a la bella griega por el rudo romano? Y bien puede decirse que Francis Bacon era seguidor, admirador y adorador incluos de Anuket, Freyja, Huitaca o Tlazolteotl y toda la ristra de diosas del amor, la lujuría y el sexo que puedan imaginar. Francis Bacon tenía el gusto, la resistencia, la potencia, la libido y la sensualidad manifiesta que obligarían a Dionisio a cubrirse con la capa púrpura de la vergüenza. Fue uan noche inolvidable. ¿Quien entre mis lectores puede tan siquiera soñar con alardear que compartió putas en Londres con el gran William Shakespaere, el más grande de todos los dramaturgos que jamás blandieron pluma?
La última ocasión en la que mi camino volvió a cruzarse con el de tan excelso vate fue durante una reunión de poetas en una pequeña casa en el campo que este había adquirido a las afuears de Londres. Todo encanto y cortesía, apena spude creerlo cuando lo volví a ver, pero, hombre de tacto como soy, no le mencioné a Mary Sidney Herbert, nuestras pequeñas escapadas bacanales. Estaba mucho más femenino que otras veces y, no me avergüezna confesarlo, me ruboricé al besar su mano en el jardín, al rosado candor del cielo arrebolado, sumidos ambos en aquel púrpura surgido del fondo de nuestro rubor, como si rosas primaverales hubiesen salpicado de su esencia nuestros rostros; creo que aquella tarde me enamoré un poco de William Shakespaere. Y es lástima. Porqué o lo volvía ver.
¿Qué fue de él? Lo ignoro, auqnue más de uan noche he pensado en él, y he recoraddo con melancólica nostalgia su risa poderosa y diafana, su mirada inteligente pero afectuosa, su porte que expresaba la nobleza de un espíritu superior, y aquel jugar con el lenguaje que tenái algo de pícaro y algo frágil soñador. Su mirada abarcaba el total de la raza humana, pero su humildad abrazaba tu pequeñez con el sincero amor de un hermano.
Podría decirse que, en cierto modo, volví a verlo, si es que tal afirmación puede mantener estatus de veracidad al hacer referencia a un sueño. Si, bien podría decirse que William Shakespaere y un servidor volvieron a encontrarse en un sueño. Y un sueño bien extraño que fue, auqnue, como todos lso sueños, mientras, en toda su viveza, lo soñaba, se cubrió con la naturalidad de una realidad absoluta. Paseaba yo por los pasillos de un manicomio, y allí estaban, desaclzos y embadurnados en el abrazo de una camisa de fuerza, la cabeza alzada sin mirar más que a un vacíoq ue se originaba en el fondo abisal de sus mentes, los ojos en blanco, allí estaban, Christopher Marlowe, Francis Bacon, Edward De Vere, Mary Sidney Herbert, William Alexander, John Barnard, Roger Manners, Emilia Lanier, Herbert Neville, Gilbert Talbot y así hasta má sde ochenta que conté, y todos gritaban, quedamente, pero con la convicción del demente, caminando como ciegos sin rumbo fijo, chocando entre ellos y con los muebles y la sparedes, pero completamente indiferentes al dolor, levantandose al instanto y volviendo a comenzar con aquella cacofonia de voces desesperadas, como el cántico de un ritual perdido en el tiempo "I am William Shakespaere, I am William Shakespaere, I am William Shakespaere." Timbres y tonos absurdos y variados que adnzaban como un mar de locura en el aire dorado por un sol pálidoq ue escupía su locura como si fuera la risa de un demonio acurrucada en los recovecos de su propio infierno, uan risa cruel y malévola, y profundamente enferma.
Solo una voz desatcaba en aquel túmulo de la esperanza, solo una voz discordante, como una isla en un mar arebatado por la tormenta; una voz suave, aflautada, acsi dulce en la trsiteza de su letanía intermianble. Traté de localizarla, cosa que el lector podrá imaginar fue arduo y difícil, casi la proverbial aguja perdida en un millar de pajares, pero al final, concentrandome, por debajo de aquellas voces insistentes y pesadas, cada una de ellas, por separado, rítmicas, en conjunto, disonancia pura, pude localizar aquella voz. La seguí, apartando de mi camino aquellas pobres almas perdidas que ni tan siquiera hicieron el esfuerzo de ofrecer resistencia a mis avances, y al fin, de aquel clamor de demencia, pude verle, un hombrecito pequeño, igualmente descalzo y atado a su cuerpo con una camisa de fuerza, acurrucado, asustado, con uniforme militar francés y sombrero de Napoleón hecho con un papel blanco y sucio, mirando hacia arriba, tristes ojos, triste boca que se movía con la inesperada languidez sin vida de una muñeca de hilos cortados, aquella vocecilla casi infantil, como un rezo que lo protegiear de aquella marabunta de poetas que lo rodeaban caul fantasmas de pecados pasados: "Je ne suis pas Napoleon Bonaparte, je suis Wellington, Je ne suis Napoleon Bonaparte, je suis Wellington, Je ne suis pas Napoleon Bonaparte, Je suis Wellington" como un disco rayado que cantaba la condena de todo lo que era bueno y noble a un infierno profundo y olvidado, "No soy Napoleon Bonaparte, soy Wellington". Y con esas palabras de derrota y sacrilegio, desperté.
Era una mañana agradable. El sol aún amanecía tras aquellas montañas como dientes petrificados en el horizonte lejano. Los pájaros cantaban sus canciones de esperanza y alegría. Me senté sobre la cama, y me restregué los ojos aún cansados. Me acerqué a la palangana y tomando agua entre mis manos me lavé la cara y poco a poco fui espabilando. Solo necesitaría un buen café. Ya casi podía oler su aroma amargo en mis fosas nasales, fantasma de la anticipación que bebía de la fuente de un recuerdo. Que diablos. Me acerqué a la ventana abierta, que daba al balcón de la casa. Debajo, un jardín precioso que adornaba la primavera recién estrenada de una felicidad íntima que despertaba los resquicios de pasiónes que a veces en invierno nos parece que nos dejarona atrás. Mis cabellos blancos no cosniguen engañar a este mi corazón de niño. Pero soy viejo. Esa es la verdad. Contemplando la belleza de las flores de multiples colores, esparcidas con un gusto divino por el divino arquitecto, los árboles frondosos como estallidos de verde, la hierba de jade como mares de espesa fantasia, vuelvo a pensar en mi sueño, y pienso en William, el gran William, en genio de Stradford upon Avon, mi amigo, el genio. Pienso en mi sueño. Sonrió, no sin tristeza, no sin alegría. Una cosa está clara. Napleón Bonaparte tiene muy mal perder.