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APICHATPONG

Tropical Malady

El colega Picha alterna tanto un rupturismo formal extremo, con planos inacabables, parquedad de diálogo, elementos propios del documental… como narrativo, con un relato a la deriva o que incluso replantea el mismo concepto de narración, en una película que son dos películas contenidas en una; un díptico muy singular, inescrutable si buscamos relación lógica, aunque conectado, entiendo, en “espíritu”. La del tailandés es una mirada mágica al mundo, muy de ciertas latitudes, en la que lo real y lo fantástico, el mito y lo cotidiano, conviven en armonía; los espíritus caminan entre nosotros como si tal cosa y el mundo sobrenatural, humano y animal conforman uno solo.

Una inocente historia de amor, en un contexto de tradiciones y de modernidad mezcladas, se construye mediante pequeños detalles y de modo inconexo, más como sucesión de instantes azarosos. Son dos hombres diferentes en cuanto a origen y cultura (uno de campo, obrero e iletrado, el otro militar y amante de los Clash) y es curiosa la normalización de una relación gay, eso sí, muy pudorosa (o a nadie le importa, o sencillamente nadie sospecha nada). Aquí hay vagas alusiones a otras vidas y una visita a un templo budista que podría actuar como bisagra del segundo bloque; la aventura, o viaje iniciático, del soldado hacia el interior de la jungla tras la pista de un fantasma-tigre-chamán… pura contemplación de lo salvaje, entre lo etéreo, la intriga cercana al terror y lo que vendría a ser un cuentecillo folclórico contado a través de recursos tan naif como intertítulos y dibujos.

La selva tailandesa se convierte en un ente viviente, pleno de asombrosos hallazgos, dejando imágenes memorables en su evocación de un misterio, de lo desconocido, con un carácter estático pero cargado de vida y a veces tirando de efectos artesanales, en un film sin explicación cerrada, críptico (el cadáver que encuentran al principio, la fábula en torno a la avaricia de hoy y de siempre, el prota mirando a cámara durante los créditos...), que apela a dejarse llevar aún sin entenderlo todo. Ritmo muy lento, pulso sostenido e implacable, hasta la extenuación, banda sonora formada tan sólo por los ruidos ambientales. Se produce una dislocación espacial y temporal, perdemos toda referencia, como el protagonista; parece que estemos en un reino paralelo entre el sueño y la vigilia. El cazador cazado. Hay una maldición, hay una criatura iracunda y triste que vaga entre los árboles, a la espera de un acto de violencia que también es un acto de amor… la realización definitiva y un tanto masoquista, quizá, de ese amor tontuelo, iniciático también, al que hemos asistido. Porque si el primer tramo es un ritual de cortejo apenas esbozado, por qué no va a poder ser el segundo la consumación de ese romance, en una naturaleza desbordada que saca afuera los instintos, que acepta todos los “amores” y los deja en evidencia. O bien pueden ser estas dos mitades lo nuevo y lo viejo respectivamente. Ordenadores, centros comerciales, música de aerobic, de karaoke, que invaden el espacio de las creencias ancestrales, de esos sonidos inmutables del bosque.


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Es una delicia marciana, puro Apichatpong, con la particularidad colombiana pero es que no puede ser más suya, difícil cuando se cambia al extranjero, aunque quizás no ha cambiado los medios de producción. El sonido es capital en la película, que se puede definir como una mezcla de onirismo y toque sobrenatural rodado con el naturalismo que le caracteriza. Tilda Swinton dice muy bien sus líneas en castellano, no se si están dobladas, diría que no. De lo mejorcito del año pasado, aunque hay que ir prevenido de conocer al tailandés, hay planos fijos muy largos de los que ponen nervioso a mucha gente.
 
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